Comentario
Hay una obra de Alberti que, por las múltiples claves que aporta a lo que fue el humanismo en el Quattrocento, merece un comentario especial. Se trata del templo de San Francesco en Rímini, más conocido como templo malatestiano. Fue el encargo a Alberti de uno de esos príncipes humanistas que definen toda la época. Se lo encargó Segismundo Malatesta en 1450, las obras fueron lentas por la dificultad de conseguir los materiales y cesaron cuando murió el duque en 1466. Así pues, es una obra inacabada, pero en ella se puede apreciar la grandeza con que fue concebida. Se trataba de crear un templo que conmemorara la gloria del duque, sirviendo además de panteón tanto para él como para su corte. Por ello, en un primer proyecto, aparecían los sepulcros de Segismundo y su amada esposa Isotta en los arcos laterales de la fachada. Aunque esta idea de los sepulcros en la fachada es medieval, aquí se le daría un nuevo sentido, y los sarcófagos que sí se colocaron -en los muros laterales- fueron los de los hombres ilustres de esa corte de humanistas.
El hecho de que fuera a ser un panteón explica el que en el proyecto hubiera una cúpula en la parte de la cabecera, pues era una tipología que se asociaba tradicionalmente al tema funerario y al poder. La imagen que hubiera presentado el edificio si esa cúpula se hubiera llegado a construir la conocemos por la medalla que Matteo de'Pasti hizo en 1450 con ocasión de la fundación de este templo de los Malatesta; en ella apreciamos la centralización espacial que se hubiera conseguido, anulando incluso el efecto longitudinal inevitablemente asociado al eje de la nave de la iglesia.
Alberti utilizaba la tradición, la Antigüedad y su propio ingenio y capacidad creadora para proyectar sus obras. En el caso del templo Malatestiano, y por lo que se refiere al primer punto, la tradición le vino impuesta una vez más, pues de nuevo se trató de actuar para cambiar la imagen de un edificio ya construido. De hecho, lo que Alberti proyectó fue una especie de camisa, de vestido, que envolviera all'antico al edificio gótico sin tener que adaptarse a los vanos y ritmos que ya existían, por lo cual se puede decir que es una envoltura separada de los muros anteriores. La conjunción de iglesia cristiana y templo pagano resulta armónica, pues si la idea de templo antiguo está presente en el exterior, el interior gótico expresa, con su luz diferente, un universo en el que símbolos de complejo significado glorifican al duque. En la decoración de las capillas interiores, obra de Matteo de'Pasti, Agostino di Duccio y otros, aparecen signos del zodíaco, de la religión semítica, de la teología egipcia y griega... hasta culminar, en un programa perfectamente trabado, en la capilla de Segismundo con el sol, símbolo de la luz del cristianismo, y las estatuas de las virtudes. En este interior, y tal como se decía en el tratado, la parte del altar era la menos iluminada. El templo a la antigua, sobre un basamento, que vemos en el exterior, recupera, para conmemorar la gloria del príncipe, una imagen de la Antigüedad basada en el conocimiento de los restos, pero también en la originalidad de Alberti para trabajar con ese vocabulario clásico, tal como podemos comprobar al constatar la existencia de un capitel que mezcla los de los distintos órdenes.
Alberti redactó su tratado "De re aedificatoria" entre 1443 y 1452. A partir de entonces circuló en copias manuscritas y fue publicado por primera vez en 1485, en Florencia y con un prefacio de Poliziano. Se convirtió en un texto básico para los arquitectos y volveremos a tratar de él al estudiar el tema de la ciudad. Ha sido ya señalado por los historiadores cómo la libertad con que afrontó Alberti el tema de la Antigüedad le convirtió casi en el primer desmitificador de un clasicismo que, sin embargo, él contribuyó a crear. Dividido en diez libros, al igual que la obra de Vitruvio, trató temas como el de los materiales, los edificios públicos y privados, la arquitectura religiosa, los ornamentos..., estableciendo así una serie de reglas para la nueva arquitectura que la imprenta se encargó de difundir.
Sus investigaciones, su capacidad científica y la extraordinaria consideración social de que gozó por parte de sus contemporáneos, nos sitúan ante un nuevo tipo de artista. El mismo Alberti, muy por encima de los arquitectos de su tiempo, escribía a quién llamaría él "arquitecto: al que supiera, con seguro y maravilloso raciocinio y orden, tanto mental como imaginativo, proyectar, llevar a buen fin con su obra todas aquellas cosas que mediante cálculo de pesos, combinaciones y distribución de masas, se pueden con gran dignidad adaptar perfectamente al uso de los hombres".
Como vemos, Alberti no hace, como sí hacía Vitruvio, una enumeración de los conocimientos que debe tener el arquitecto, sino que parte ya de la base de que el arquitecto es un científico capaz de calcular, combinar, distribuir... utilizando la razón y la imaginación para proyectar unas obras destinadas a ser usadas por los hombres. Esta idea de Alberti de que la arquitectura tiene una función social contribuye a explicar la aceptación e incluso la fascinación de príncipes y poderosos por el nuevo sistema arquitectónico surgido en el Quattrocento, pues resultado de esa arquitectura sería una ciudad ideal capaz de corresponderse a un sistema político ideal.